
El Comercial Cuqui: Cuando parecer competente pesa más que serlo
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Sonríe, no piensa. El comercial cuqui escala en silencio, mientras los que saben estorban. Lo falso une. Lo blando manda. Lo estúpido gana.
Nos han repetido que la empatía es el nuevo oro, que lo importante ya no es saber hacer, sino saber caer bien. Que el futuro del trabajo es emocional, vulnerable y blandito. Y claro, como todo lo que suena a progreso sin esfuerzo, la idea ha calado como incienso en una oficina sin ventanas. Hoy triunfa el que “acompaña procesos”, no el que resuelve problemas. El que comparte “reflexiones” en LinkedIn, no el que corrige errores. Hemos llegado al punto en que ser un profesional técnico y callado es sospechoso. En cambio, ser simpático, ambiguo y emocionalmente disponible… cotiza al alza.
De ese caldo de cultivo ha salido un nuevo animal laboral: el comercial cuqui. Un híbrido entre influencer de tercera y terapeuta corporativo. Lo reconocerás por su estética neutra (beige, blanca o pastel), su uso compulsivo de emojis y su habilidad para convertir cualquier frase vacía en afirmación inspiradora: “No vendo productos, creo experiencias”. No conoce su catálogo, pero te habla de “valores”. No entiende las condiciones legales, pero te da las gracias por tu “feedback”. No ha cerrado una operación seria, pero imparte webinars sobre ventas conscientes.
Lo peor es que no es un accidente. Es una figura útil. Como bien explican Mats Alvesson y André Spicer en The Stupidity Paradox (2016), las organizaciones modernas no solo toleran la estupidez funcional: la premian. Cuanto menos piensas, menos molestas. Cuanto más repites los valores oficiales sin cuestionarlos, más encajas. La ignorancia dócil es el lubricante perfecto para que todo fluya sin fricciones. Pensar, en cambio, es arriesgado. Exigir, es insubordinación.
Y así el cuqui florece. Aparece en bancos que sustituyen asesores expertos por aprendices con buena dicción. En departamentos donde se habla más de “cuidar al cliente” que de entenderlo. En empresas donde el jefe motivacional —ese que da palmaditas y llama “familia” al equipo— lo señala como ejemplo de actitud. No importa que redacte mal, que delegue todo, que no sepa usar el CRM: siempre tiene una excusa bonita y una sonrisa lista. “Estamos en continuo aprendizaje”, dice, mientras te estampa contra la pared de la realidad.
Y claro, esto tiene consecuencias. El comercial que sabe negociar pero no sonríe, no sube. El que evita errores pero no emociona, no impacta. El que dice “no lo sé” y va a comprobarlo, parece inseguro. En cambio, el cuqui —que improvisa, que miente sin saber que miente, que no pregunta porque le da pereza aprender— sigue ascendiendo. Es el equivalente laboral del estiércol: no brilla, pero fertiliza absurdamente un sistema que ya no busca eficacia, sino armonía estética.
Porque aquí lo absurdo funciona. Lo blando mantiene la estructura. Lo falso une al rebaño. Y lo estúpido —siempre que sonría— tiene premio. No hace falta saber. Hace falta parecer que sabes.
Cuando el proyecto se cae, el cliente reclama o la campaña fracasa, el cuqui no se inmuta. Publica una foto en blanco y negro, da las gracias “por los aprendizajes” y recomienda un libro sobre resiliencia emocional. Mientras tanto, el compañero que avisó del problema, el que propuso otra estrategia, el que sabía… sigue en su puesto sin cámara, sin visibilidad y sin likes.
Y para cerrar con datos, no con discursos: según el informe de Gallup de 2023, solo el 8% de las personas consideran a los vendedores honestos. Por debajo incluso de los políticos. Mientras tanto, según Training Industry, las empresas gastan más de 357.000 millones de dólares al año en formación blanda. Y la productividad no mejora. La rotación sube. Y los síntomas de agotamiento emocional aumentan en quienes, paradójicamente, hacen el trabajo de verdad.
Pero eh, lo importante es el proceso. ¿No?