El festín de la vanidad

Ah, qué espectáculo tan deliciosamente grotesco nos brindan las redes sociales. Allí estaba yo, navegando entre los flujos de egos inflados, cuando irrumpió un magnate del mundo de los suplementos nutricionales, con su arrogancia desbordante y su discurso de grandeza.

Con un tono de superioridad mal disimulada, se jactó de sus habilidades de venta y su riqueza incuestionable, como si el mundo entero debiera postrarse ante él y sus chuletones. Mientras tanto, yo, un humilde comercial, me convertí en el blanco de sus desplantes, como si mi labor fuera insignificante en comparación con su magnificencia.

Cada mensaje suyo era un desfile de vanidad, una exhibición de prepotencia digna de los más altos estratos de la sociedad. "Los buenos comerciales siempre son interesantes y rentables, pero lo único es que se venden mejor ellos mismos que lo que al final realmente aportan", lanzó con desdén, como si sus palabras fueran el veredicto final de la divinidad del mercado.

Pero yo, lejos de dejarme intimidar por su pomposidad, preferí simplemente ignorarlo y deleitarme con su soberbia desde la distancia. No envié ningún CV, no me sometí a su juego de egos inflados. En cambio, me limité a reírme de su extravagancia y a disfrutar del contraste entre su actitud altiva y la realidad mundana que todos enfrentamos.

Mientras él se perdía en fantasías de carne y dinero, yo me sumergí en la realidad, consciente de que en este mundo, la verdadera grandeza reside en la humildad y la autenticidad, no en la ostentación vacía de aquellos que se creen superiores. Y así, entre risas y reflexiones, dejé que se ahogara en su propio mar de vanidad, mientras se despedía diciéndome que se iba a comer un chuletón, yo continué mi camino con cara de perplejidad y carcajeándome como si nosotros, los pobres plebeyos no pudiéramos comernos un chuletón cuando nos de la gana.

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